He de reconocerlo: el Derecho, lo jurídico, es mi pasión. Siento por
él tanto entusiasmo como por la vida. Y es que el Derecho es vida, o, al menos,
debería serlo.
Hay una vieja polémica entre sociólogos y juristas sobre si la vida
social debe venir marcada por las leyes, por lo jurídico; o si, por el
contrario, el deber del legislador es plasmar por escrito y de forma ordenada
las creencias y realidades sociales.
¿Se puede cambiar la sociedad por decreto?. Desde luego, es una gran
tentación para cualquier gobernante. Es como resolver los problemas con una
“barita mágica”: tan bonito como inútil.
Los romanos, hace más de 2.500 años, fueron los pioneros en nuestra
cultura en crear normas que han llegado hasta nosotros y en las que se
fundamenta nuestra estructura jurídica. Y lo hicieron muy apegados a la vida
social de cada ciudad.
El “ius civile”, el derecho civil, era el derecho de los ciudadanos
romanos, el derecho que cada pueblo creaba para sí, el propio de cada ciudad.
Contenía todo el sistema jurídico, todas las normas, no sólo las civiles,
también las penales o administrativas. No era aplicable a los no romanos, que
también tenían sus normas: el llamado “ius gentium” o derecho de los extranjeros.
En Roma no había duda: la labor de los jurisprudentes, de los
conocedores del Derecho, era consagrar como norma lo que ya lo era en la vida
social. El único legislador era el pueblo que, al enfrentar los problemas de
convivencia y las necesidades vitales, creaba normas que los solucionaban y
atendían, evitando conflictos.
Figuras jurídicas como el testamento, el usufructo, el derecho de
superficie o la compraventa, son soluciones a realidades actuales que también
lo fueron para los romanos, y a las que ellos dieron forma que, con el paso de
los siglos, sólo han cambiado en matices, no en su esencia.
Sí, el Derecho, lo jurídico, es la vida misma, debe serlo siempre. Por
ello, cualquier legislador que trate de imponer una norma en contra de las
creencias y costumbres de sus conciudadanos, se dirige al fracaso, a que éstos
diriman sus conflictos de espaldas a la norma de laboratorio y, de paso, llenen
los bolsillos de los profesionales del Derecho: los abogados, que buscarán las
vueltas a las normas escritas para llegar a fines distintos de los previstos
por aquel prepotente e iluso legislador.
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