lunes, 27 de enero de 2014

La persona como protagonista del Derecho


El eje esencial sobre el que gira todo el Derecho, todo lo jurídico, es la persona; especialmente si hablamos del Derecho civil y – su lado oscuro - el  penal.

Hay ramas jurídicas en las que es coprotagonista; pero, de un modo u otro, siempre está presente. Así, en el Derecho Mercantil, aunque el comerciante individual o la empresa, en sus distintas manifestaciones, adquieren mayor relevancia (de ahí la especialidad), la persona, sea como germen de aquellas o como consumidor o usuario, es también protagonista. Igual cabe decir de otras disciplinas jurídicas como el Derecho administrativo (¡qué haría la Administración sin administrados!) o el Tributario.

Pero, jurídicamente, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de “persona”?. Como siempre, la etimología de la palabra dice mucho acerca de su contenido.

En efecto, “persona” proviene del latín persono que significa sonar mucho, resonar. Originariamente, con este término se designaba la máscara de los actores que les servía, al mismo tiempo que para caracterizarse, para ahuecar y lanzar la voz. Por una serie de transposiciones, la palabra se utilizó para designar a los actores (personajes), y después, a los actores de la vida social y jurídica, es decir, al hombre considerado como sujeto de derechos.

En la actualidad, el término persona se utiliza vulgarmente como sinónimo de hombre, utilizándose jurídicamente para referirse a todo ser capaz de derechos y obligaciones.

Y aquí se empiezan a complicar las cosas pues, como decía el gran maestro D. Federico de Castro: “persona es el hombre, y, traslativamente, determinadas organizaciones humanas en cuanto alcanzan la condición de miembros de la comunidad jurídica”; de donde se desprende la existencia de dos tipos de personas: las físicas (o sea, los hombres y mujeres como personas individuales) y las jurídicas (es decir, las creadas para cumplir con fines determinados con arreglo a los requisitos exigidos por la ley: sociedades mercantiles, asociaciones civiles, fundaciones, etcétera).

Por otra parte y aunque a veces se usen como sinónimos y sean consecuencia el uno del otro, no deben confundirse los términos "persona" y "personalidad", pues “se es persona y se tiene personalidad”; es decir: si persona es todo ser capaz de derechos y obligaciones, por personalidad ha de entenderse la aptitud para ser titular, activo y pasivo, de relaciones jurídicas, planteándose el problema de si esta aptitud es inherente a la persona o es concesión del Derecho:

Ø     En Roma era concesión de la ley respecto al ser humano que reunía el triple status de libre, ciudadano y sui iuris, implicando la pérdida de cualquiera de ellos la muerte civil.

Ø    En Derecho Moderno, como dice la Declaración de los Derechos Humanos de 1.948, todo ser humano tiene derecho al reconocimiento de su personalidad jurídica; de manera que ésta es atributo de la persona, no concesión del Derecho.

Sentado lo anterior, ¿cuándo entiende el Derecho que nace la persona y, en consecuencia, surge su personalidad?.

Nuestro Tribunal Constitucional (sentencia de 11 de abril de 1.985), al enjuiciar la reforma del anterior Código penal que llevaría a la admisión de determinados supuestos de aborto, y a la vista del artículo 15 de nuestra Constitución  que dice que “todos tienen derecho a la vida”, declaró que la vida humana es un devenir, un proceso que comienza con la gestación, en el curso de la cual una realidad biológica va tomando corpórea y sensitivamente configuración humana, y que termina con la muerte. Dentro de los cambios cualitativos que se producen en dicho proceso vital, tiene particular relevancia el nacimiento, ya que significa el paso de la vida albergada en el seno materno a la vida albergada en la sociedad. De ello deduce el alto Tribunal que la Constitución protege la vida del nasciturus (o sea, del concebido pero aún no nacido) en cuanto es un momento del desarrollo de la vida misma, si bien no puede ser titular de derechos de la personalidad hasta que nazca.

Lo cierto es que, ya desde los romanos, cuando una mujer quedaba encinta, el Derecho activa una serie de “alarmas” en previsión de los efectos que el nacimiento del concebido pudiera tener en las relaciones jurídicas existentes (por ejemplo, una sucesión hereditaria en la que, si el concebido llega a nacer, puede cambiar el destino de los bienes). Alarmas que aún eran más evidentes si el presunto padre había fallecido.

Nuestro Código civil, recogiendo esa sabia tradición, tras comenzar diciendo  en su artículo 29 que el nacimiento determina la personalidad, añade que al concebido se le tiene por nacido para todo lo que le pueda resultar favorable, llegando a permitir el artículo 627 que las donaciones hechas al meramente concebido sean aceptadas por la persona que le representaría de haberse verificado ya el nacimiento, lo que equivale a reconocer la personalidad del concebido sin esperar a que se cumpla la condición de que parece depender (su nacimiento).
 
Otro tema polémico históricamente, ha sido el momento en el que se entiende producido el nacimiento. Superando las exigencias ancestrales de que el nacido tuviera “figura humana” y de que la existencia del nacido no fuera efímera (viabilidad que se denotaba por la supervivencia durante un cierto período de tiempo: al menos, 24 horas), el actual artículo 30 del Código civil dice que la personalidad se adquiere en el momento del nacimiento con vida, una vez producido el entero desprendimiento del seno materno.

Finalmente, para el Derecho, la persona y su personalidad no sólo se extinguen con la muerte; también se produce tal extinción por la declaración de fallecimiento en diversos supuestos como, por ejemplo, si la persona se ausentó de su domicilio, y hace ya 10 años que no se tienen noticias suyas.  

sábado, 4 de enero de 2014

¿Qué es antes: el derecho o la vida?


He de reconocerlo: el Derecho, lo jurídico, es mi pasión. Siento por él tanto entusiasmo como por la vida. Y es que el Derecho es vida, o, al menos, debería serlo.

Hay una vieja polémica entre sociólogos y juristas sobre si la vida social debe venir marcada por las leyes, por lo jurídico; o si, por el contrario, el deber del legislador es plasmar por escrito y de forma ordenada las creencias y realidades sociales.
 
¿Se puede cambiar la sociedad por decreto?. Desde luego, es una gran tentación para cualquier gobernante. Es como resolver los problemas con una “barita mágica”: tan bonito como inútil.
 
Los romanos, hace más de 2.500 años, fueron los pioneros en nuestra cultura en crear normas que han llegado hasta nosotros y en las que se fundamenta nuestra estructura jurídica. Y lo hicieron muy apegados a la vida social de cada ciudad.

El “ius civile”, el derecho civil, era el derecho de los ciudadanos romanos, el derecho que cada pueblo creaba para sí, el propio de cada ciudad. Contenía todo el sistema jurídico, todas las normas, no sólo las civiles, también las penales o administrativas. No era aplicable a los no romanos, que también tenían sus normas: el llamado “ius gentium” o derecho de los extranjeros.

En Roma no había duda: la labor de los jurisprudentes, de los conocedores del Derecho, era consagrar como norma lo que ya lo era en la vida social. El único legislador era el pueblo que, al enfrentar los problemas de convivencia y las necesidades vitales, creaba normas que los solucionaban y atendían, evitando conflictos.
 
Figuras jurídicas como el testamento, el usufructo, el derecho de superficie o la compraventa, son soluciones a realidades actuales que también lo fueron para los romanos, y a las que ellos dieron forma que, con el paso de los siglos, sólo han cambiado en matices, no en su esencia.
 
Sí, el Derecho, lo jurídico, es la vida misma, debe serlo siempre. Por ello, cualquier legislador que trate de imponer una norma en contra de las creencias y costumbres de sus conciudadanos, se dirige al fracaso, a que éstos diriman sus conflictos de espaldas a la norma de laboratorio y, de paso, llenen los bolsillos de los profesionales del Derecho: los abogados, que buscarán las vueltas a las normas escritas para llegar a fines distintos de los previstos por aquel prepotente e iluso legislador.

Lo jurídico hecho fácil

Llevo casi 35 años en contacto con el Derecho y he de reconocer que siempre he desconfiado de los libros o normas incomprensibles. Las normas jurídicas están hechas para ser comprendidas por todos aquellos a los que van dirigidas. No pueden ser como la letra ilegible del médico en las recetas que, al parecer, siguen un esquema criptográfico que sólo comprenden los farmacéuticos.
 
Dice nuestro Código civil en su artículo 6 que “la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento”. Es decir, que nadie puede saltarse un semáforo alegando que desconocía que hacía algo prohibido, aunque sea verdad que lo desconozca. Ahora bien, tarea del legislador, del jurista, es escribir y explicar las normas de forma llana y comprensible al común de los mortales. O, al menos, intentarlo.
 
En esa esencial tarea de comunicación, debe imponerse la simplicidad, la sencillez. Curiosamente, los mejores comunicadores son los que más se adaptan al público al que se dirigen y dominan el tema del que hablan o escriben.

Desde este primer post, espero ser lo más claro posible. Cuando falle en este empeño, les ruego encarecidamente me lo hagan saber a través de sus comentarios. Es lo bueno que tienen los blogs.
 
¿Se imaginan que pudiéramos pedir explicaciones a nuestros parlamentarios y gobernantes vía comentarios al BOE, como si de un blog se tratara?.