sábado, 5 de abril de 2014

Las personas jurídicas

En el lenguaje usual, cuando hablamos de personas nos referimos a los hombres. Pero, jurídicamente, el término persona es más amplio, pues está referido a todo ser capaz de derechos y obligaciones. De ahí que, junto a la persona física (o humana) se hable también de persona jurídica que, aunque compuesta por humanos, tiene personalidad jurídica propia.

En efecto, por persona jurídica se entiende la organización encaminada a la consecución de un fin, reconocida por el Estado como miembro de la comunidad jurídica, con capacidad jurídica y de obrar distinta a la de sus miembros, y con propio patrimonio separado.

La existencia de una realidad diversa a la persona humana que se interponga entre el individuo y el Estado, siempre ha despertado el recelo de éste, lo cual se aprecia en su evolución histórica:

1)    El Derecho Romano clásico sólo reconoce la personalidad del Estado, incluso en su vertiente privada, pues le permite poseer bienes. Ya en la época de César, la Lex Julia de Colegiis otorga personalidad a los collegia (opificum, funeraticia, entre otros), previa autorización que, eso sí, únicamente se otorga cuando colaboraban con la obra del Estado (de ahí que Gayo describa esta personalidad ad exemplum republicae). Así pues, no estamos ante algo análogo a la persona física, sino ante una expansión de la personalidad del Estado.

2)    El Derecho Canónico, sobre la base de los collegia latinos, origina una tendencia favorable a la persona jurídica en sentido propio a través de dos manifestaciones: las asociaciones religiosas (que interesaba potenciar) y la juridificación de las pia causae (para financiar las obras de caridad). Ambas realidades son el origen de asociaciones y fundaciones del Derecho moderno.

3)    En el Estado Absoluto se mantiene la concepción de las personas sociales y eclesiásticas y, respecto de las civiles, se adopta la concepción romana de los collegia, permitiendo al monarca controlar (mediante su autorización y regulación) a corporaciones gremiales y, algo más tardíamente, a las grandes empresas comerciales.

De otra parte, y a semejanza de las fundaciones eclesiásticas, comienzan también a surgir fundaciones seglares, como las familiares a través de vinculaciones y mayorazgos.

4)    Con la Revolución Francesa se impone el principio de libertad del individuo, negándose personalidad a personas religiosas y civiles (lo que conduce a la desamortización), no existiendo más intereses que el particular del individuo y el general del Estado (Ley Chapelier).

No es hasta la segunda mitad del siglo XIX cuando, como manifestación de la libertad individual, surja la libertad de asociación que dará paso a sindicatos y modernas sociedades mercantiles (exigidas por la revolución industrial).

5)    Con lo que llegamos a nuestros días, en los que tanto la vida económica y mercantil como la política y administrativa, está protagonizada por personas jurídicas, hasta el extremo de llegar a hablar la doctrina de la deformación del concepto de persona jurídica.

En efecto, la referida deformación del concepto de persona jurídica deriva – según apuntó DE CASTRO – de la tendencia a reconocer personalidad jurídica a realidades en las que no existe una clara separación de patrimonios entre sociedad y socios, pero en las que éstos gozan del privilegio de la limitación de responsabilidad personal. Ante tal situación, MANUEL DE LA CAMARA se pregunta por qué no se extiende dicho privilegio al empresario individual, permitiéndole la creación de un patrimonio mercantil separado (hoy esta posibilidad es una realidad con la figura del empresario de responsabilidad limitada, introducida por la Ley 14/2013, de 27 de septiembre, de apoyo al emprendedor).

Y así, si el reconocimiento de personalidad jurídica de la sociedad y el privilegio de la limitación de la responsabilidad de los socios a su aportación está plenamente justificado cuando éstos no intervienen en la gestión social (como ocurría en las primitivas y típicas sociedades anónimas), la apariencia social, asequible a todos, puede y es utilizada para fines fraudulentos mediante la creación de sociedades ficticias o de conveniencia con múltiples finalidades, como la de eludir las prohibiciones del artículo 1.459 Código civil (en sede de contrato de compraventa) o las incompatibilidades de los cargos políticos y administrativos, defraudar a los acreedores, etcétera. Es lo que se llama el abuso de la personalidad, que ha dado lugar a la teoría del levantamiento del velo.

Según esta teoría, los jueces pueden, si es necesario, desconocer la existencia de la persona jurídica para atribuir directamente relaciones o responsabilidades jurídicas a aquellas personas físicas que hayan creado o utilizado aquélla sin un propósito práctico real, sino más bien para evitar las consecuencias jurídicas de sus propios actos.

La teoría, iniciada a principios del siglo pasado en Norteamérica, fue recibida en nuestra jurisprudencia por la Sentencia del Tribunal Supremo de 28 de mayo de 1.984 y reiterada por otras muchas. Dice esta emblemática sentencia que se ha decidido prudencialmente, y según casos y circunstancias, por aplicar por vía de equidad y acogimiento del principio de buena fe (art. 7, 1 Cc.), la tesis y práctica de penetrar en el substratum personal de las entidades o sociedades, a las que la ley confiere personalidad jurídica propia, con el fin de evitar que al socaire de esa ficción o forma legal (de respeto obligado, por supuesto), se puedan perjudicar ya intereses públicos o privados o bien ser utilizada como camino del fraude (art. 6, 4 Cc.), en daño ajeno o de los derechos de los demás (art. 10 Constitución), o contra intereses de los socios, es decir, de un mal uso de su personalidad, de un ejercicio antisocial de su derecho (art. 7, 2 Cc.).

No obstante, el propio Alto Tribunal ha reconocido que hay que estar al caso concreto, es decir, no se puede pretender la generalización pues también se puede destruir la sociedad o aniquilar su personalidad a través del desprecio de la persona jurídica, según los dictados de la teoría de rasgar el velo, también de origen jurisprudencial norteamericano.

Y terminamos el post haciendo una breve referencia a las clases de personas jurídicas. Dice el artículo 35 Código civil que son personas jurídicas:

1)    Las corporaciones, asociaciones y fundaciones de interés público reconocidas por la ley.

Su personalidad empieza desde el instante mismo en que, con arreglo a derecho, hubiesen quedado válidamente constituidas.

2)    Las asociaciones de interés particular, sean civiles, mercantiles o industriales, a las que la ley conceda personalidad propia, independiente de cada uno de los asociados.

Corporaciones: Es la denominación que en Derecho público reciben las personas jurídicas de tipo asociativo creadas y reguladas por la ley para conseguir un fin común de interés público, sea en el ámbito estatal, autonómico o local.

En la esfera estatal, la Ley 6/1997, de 14 de abril, sobre Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado (LOFAGE), regula como organismos públicos encuadrados dentro de lo que se conoce como administración institucional, los organismos autónomos (regidos por el derecho administrativo) y las entidades públicas empresariales (regidas por el Derecho privado). Otro tanto cabe decir en los ámbitos autonómico y local.

Junto a ello cabe aludir a otras Entidades Corporativas de naturaleza pública e índole asociativa como colegios profesionales, cámaras de comercio, etcétera.

Asociaciones: En general, son aquellas personas jurídicas cuyo substrato es un grupo de personas que se organizan de modo unitario para un fin determinado, ya sea público (como partidos políticos o sindicatos), ya sea privado (tengan o no ánimo de lucro).

El artículo 36 Cc. no hace tanto distingo al decir que las asociaciones a las que se refiere el nº 2 del artículo anterior se regirán por las disposiciones relativas al contrato de sociedad, según la naturaleza de éste. Sin embargo, hay que distinguir las asociaciones propiamente dichas (sin ánimo de lucro), regidas por la Ley Orgánica 1/2002, de 22 de marzo, y las asociaciones privadas con ánimo de lucro, que no son sino las sociedades civiles y mercantiles, sujetas a sus propias normativas.

Fundaciones: Sólo pueden tener finalidad pública o general, quedando excluidas las de interés privado, tal y como resulta de la dicción de los artículos 35 Cc. y 34 de la Constitución. Se rigen por su Ley 50/2002, de 26 de diciembre.

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